Han llegado, puedo sentirlos, su frío, su dolor, su soledad. Me despiertan con una caricia en el hombro Ya son más de las doce, me informan. Abro los ojos con algo de dificultad y los veo flotando, ahí, a un lado de la cama. Han llegado, han llegado para darme un mensaje desde la otra frontera, han venido para decirme que mis muertos están preocupados, que están inquietos porque me estoy acercando peligrosamente a los límites. Me hablan en una lengua desconocida pero que sin embargo comprendo perfectamente. Me siento a la orilla de la cama para verlos mejor, me tallo los ojos para verificar que estos no me engañan. Los espectros me son completamente desconocidos, ni por asomo logro identificarlos; quiénes podrán ser. No puedo evitar relacionar esta aparición con Dickens. No dejo de sentirme un Scrooge víctima de los tres espíritus de la navidad, aunque, estos que hoy han venido son cinco.
Uno de ellos trae un portafolios que abre para darme un cilindro que supongo es de metal, pero cuando lo pone en mis manos siento que me quema como hielo. Pienso que es un telescopio, más bien es como un caleidoscopio. A señas el espectro me pide que vea a través del ocular, y en ese momento pude observar con asombro todos los momentos felices de mi vida, los más felices, llenos de completa plenitud y alegría, absolutamente todos. Me quedo sin habla, pasmado antes esos momentos, algunos ya enterrados en el cementerio del olvido, de la sin memoria. Me siento completamente sobrecogido por esas visiones, por la presencia de estos mensajeros, me quedo sin gritos. Apenas un pequeño escalofrío, que se asemeja más a un temblor, hace estremecer los rincones más escondidos de mi piel, las lágrimas salen como gotas de una estalactita de invierno fundiéndose en pleno deshielo.
No, no puedo seguir mirando, no sé que hacer con estas visiones que los fantasmas han traído hasta aquí, dejo caer el cilindro de mis manos y se quiebra como si estuviera hecho de láminas de azúcar. Llevo las manos al rostro, trato de llorar con fuerza pero, sólo unos sollozos son capaces de abandonar mi boca. El espíritu ríe con la carcajada más terrible que mis oídos hayan conocido. En ese momento es donde el miedo se empieza a apoderar de mi, como si mi cuerpo empezara a ser escalado por un millón de hormigas.
Uno de los fantasmas se acerca cariñosamente y seca mis lágrimas con la punta de sus dedos sin carne al tiempo que otro, al parecer el más joven, introduce el dedo en una de las cuencas de sus ojos vacíos y obtiene un pigmento de color naranja con el cual pinta un signo desconocido en mi frente.
Todos me rodean, cada vez más próximos, empiezan a cerrar el cerco. Cae un rayo fuertísimo, que hace que se ilumine toda la habitación, la ciudad entera. Empieza a llover de una forma desproporcionada, los espectros ríen de mi condición indefensa.
Despierto, jadeante. Me doy cuenta que está lloviendo, los truenos y los relámpagos caen sin fin. Estoy sudando, respirando de manera acelerada, me levanto de la cama y los fantasmas no están ahí, miro a través de la ventana y veo un cielo de nubes muy bajas de color rojo intenso, pienso que nunca había visto el cielo así, jamás en mi vida, y no dejo de pensar que tal vez sea un augurio de algo que no tardará en acontecer.
Me quito la playera empapada de sudor, casi al grado de poder exprimirla. Acerco el vaso de agua a mis labios que siento secos, blancos. Tomo un sorbo y un reflejo de ahogo me hace toser. Voy al baño, enciendo la luz y me miro al espejo, me veo cansado. Reviso mi frente y no veo ningún signo pintado de anaranjado. Fue un sueño, todo fue un sueño, respiro, con largas pausas, aliviado.
Afuera sigue la lluvia, el cielo color rojo no deja de llamarme la atención, no deja de preocuparme, aunque sea un poco. Vuelvo a la cama para tratar, otra vez, de dormir, miro el techo unos minutos, escucho la lluvia golpeando la ventana, pienso en el sueño que acabo de tener, ciertamente extraño, no podría clasificarlo como una pesadilla, pero recordarlo, o tratar de recrearlo, me causa cierta incomodidad. Cierro los ojos, respiro profundamente, uno, aaaaaaaah, dos, aaaaaaaah, tres, aaaaaaaah, cuarenta y siete, aaaaaaaaaahh, doscientos ochenta y dos, aaaaaaaaahh, cuatrocientos cinco…
( ……………….. )
Están aquí, otra vez. Pensaba que se habían ido, pero están aquí. Siento frío, mucho frío, mis dientes castañean, trato de abrir los ojos, despertar, no quiero verlos de nuevo, no quiero volver a soñar con ellos, no puedo, no puedo despertar.
Abro los ojos, están ahí, aunque, solamente dos.
Me siento en la cama, quiero hablarles, preguntarles qué quieren, pedirles respuestas, uno de los espectros me pide a señas que guarde silencio, que no diga nada. No sé qué hacer, si levantarme y salir corriendo, (¿estoy despierto, estoy dormido, estoy muerto?) o hacer lo que me piden. Es terrible no darse cuenta qué es lo real, es la primera vez que tengo esta sensación, me siento completamente desvalido, que estoy a un resbalón de perder completamente la razón.
Uno de ellos me da un pequeño sobre de papel manila, lo recibo, lo abro, con más miedo que cuidado, hay algo ahí. Un dedo cercenado que tiene un anillo de compromiso puesto. Me quedo literalmente sin sangre cuando reconocí ese anillo, yo lo había dado a alguien hace algunos años, el compromiso se había roto y aunque la persona en cuestión quiso regresármelo nunca pude aceptarlo de vuelta. ¿Para qué? Claro que no había olvidado el asunto pero con el paso del tiempo ya se había vuelto algo aceptado, algo que pertenecía al pasado. Pero en ese momento era la visión más espantosa que jamás he tenido y, además, el hecho de reconocer el dedo. Este estaba casi negro, lleno de pequeños gusanos, aunque la uña conservaba todavía el esmalte color rojo.
Cerré los ojos y otra vez el llanto no llega, se atora, otra vez el grito desaparece en el laberinto ciego de mi garganta, dejo caer el dedo sobre las sábanas, el anillo parece que me mira. Pero eso no era todo, adentro del sobre había un pequeño papel de reciclado hecho con esas hojas luminosas que caen de los árboles en el otoño. En él estaba escrito: ‘no olvides que este dedo lo cortaste, tú’
Verdaderamente no sabía qué hacer, ¿lo había cortado yo? ¿qué? ¿cómo? Se acerca el otro fantasma pidiéndome que no llore, qué no todo estaba perdido.
¿Perdido?
Quiero despertar pero no sé si ya lo he hecho; y si estoy despierto, quiero cerrar los ojos y dormir, soñar otra cosa, no soñar.
El fantasma me acerca una caja envuelta en papel para regalo, adornado con un listón negro muy brillante. Tomo la caja con más miedo que el sobre, pero también con una curiosidad irrenunciable. El espectro me sonríe como para darme confianza ¿Abro la caja? ¿La caja, realmente, está en mis manos?
En ese punto, la capacidad de mis reacciones emocionales o físicas se encuentran completamente rebasadas, fuera del alcance de mi voluntad, de mis decisiones conscientes. Rompo la envoltura con descuido y desesperación, como si fuera un niño abriendo el primer regalo que recibe en su séptimo cumpleaños. Veo que el papel tiene impresas pequeñas fotografías color sepia con todos los momentos más terribles y desoladores de mi vida, de toda mi vida, toda.
El fantasma me anima para abrir la caja, pone su mano terriblemente fría en mi cabeza, como lo hace un abuelo con su nieto para demostrarle cariño. Abro la dichosa, la maldita caja. El contenido me parece completamente extraño, pero a la vez tan conocido. En su interior hay un habano, una estampa de la virgen, tres cartas del tarot que conozco bien: El Diablo, El Colgado, El Loco, una pequeña veladora, un poco de mirra, una carta del As de espadas, una botellita de aceite perfumado de jazmín, una estampa de La Mano Poderosa y del Sagrado Corazón, unos caracoles de mar, unas piedras: de jade, obsidiana y una que particularmente reconozco, era una piedra que pertenecía a una colección que tenía mi padre que, a su vez, le había regalado mi abuelo y, cuando yo era niño, por jugar con ella, la había perdido, no sé, tendría 8 o 9 años, realmente no recuerdo. Mi padre no me regañó, pero me habló de una forma que hacía evidente su decepción, como nunca lo escuché en mi vida.
Adentro también hay un papelito doblado en cuatro, papel delgado, de arroz. Tomo el papel y con resignación lo abro viendo al fantasma a los ojos. El papel dice:
‘Esto que parece un sueño,
no lo es
esta caja contiene tesoros que van a protegerte
si es que todo lo haces bien,
al pie de la letra…
no huyas del miedo
recuerda
este, siempre, nos salvará la vida
Esta no será la única visita
prepárate
duerme profundamente
así será más fácil visitarte’
Abro los ojos, la luz de la mañana se cuela a través de la ventana, es otro día, llegó el día siguiente, ese que no sabemos si será el último. Me siento completamente agotado, el cuerpo me duele, me siento enfermo. Sigo acostado, tratando de reconocer los objetos de mi habitación, de digerir el sueño, o pesadilla que acababa de experimentar.
Todo había sido tan real, el horror nunca se había manifestado en mi como la noche anterior, qué extraño sueño, perturbador, puedo recordar los mínimos detalles, cuando normalmente en los sueños todo ocurre de manera borrosa, indefinida, donde las visiones se traslapan y se confunden y al día siguiente es casi imposible recrear todo con exactitud. No es mi caso, el sueño está aquí, permanece como una imagen capturada en una fotografía.
Ya, un poco más despierto, no puedo evitar reconocer un cierto olor desagradable, ácido, sutil pero constante, me pregunto con extrañeza qué es lo que puede ser. Huele como a, no sé, como si un pequeño ratón hubiera muerto debajo de la cama hace tres días. Por puro acto reflejo levanto la cabeza de la almohada y meto la mano por debajo y lo que siento me deja helado, siento que mis sienes empiezan a latir de manera desbocada.
Es el sobre de papel manila de mi sueño, y al tocarlo, inmediatamente sé que hay adentro, el olor es soportable pero pútrido. Meto la mano y, sí, efectivamente, el dedo con el anillo está ahí, me levanto de un salto de la cama con un estertor de pánico, tiro el dedo hacia no sé donde.
‘No olvides que este dedo lo cortaste, tú’
No puede ser, no puede ser, no…En ese preciso instante, cuando aun tengo el corazón a punto de parar, veo que a los pies de la cama está la caja, la pequeña caja de madera como para guardar habanos y tirado en el piso los pedazos del papel de la envoltura. Me acerco, con un horror apenas soportable, pienso que estoy a punto de sufrir un ataque, pero no puedo soportar la curiosidad aplastante que me embarga y, desde luego, haciendo uso de fuerzas heroicas abro la caja y ahí está todo. las estampas, las piedras, el aceite de esencia de jazmín, las cartas del tarot, aunque la del Diablo tiene la esquina superior izquierda quemada. Suelto la carta, la caja, los caracoles estallan contra el piso, el contenido salta hacia todas partes de mi habitación.
No me queda otra más que caer de rodillas y llorar, ahora sí, llorar como nunca lo hice y nunca lo haré, con la desesperación propia de los condenados…
‘Esto que parece un sueño, no lo es…’
P.F.